viernes, 19 de octubre de 2012

Guiso de pescado


Estando en San Vicente de la Barquera de vacaciones, hace muchos años, habíamos alquilado una casa próxima al puerto de pescadores. Ya entonces me atraía mucho el mar. Navegaba a motor en una lancha en la bahía de Alicante y pescaba. Pescar era lo que entonces más me atraía y cada día de esas vacaciones me acercaba al puerto para ver llegar a los barcos con la pesca del día. Después de mucho intentarlo conseguí que un barco profesional me admitiera en su tripulación, no como turista, circunstancia que no permitía la ley, si no como marinero por mi cuenta y riesgo. –¡Si se marea, se aguanta! ¡Aquí no vamos de paseo! -me dijo el patrón, que en este caso era también armador.

Y allí estaba yo, embarcado en un pequeño pesquero, en el mar Cantábrico. Yo quería pescar… ¡de verdad! El barco, azul y blanco, era de los más pequeños, pero según me dijeron unos pescadores jubilados que por allí estaban, de los mejor cuidados del puerto. El de la imagen, aunque un poco más grande, se le parece mucho.


Zarpamos después de cenar, a las 11 de la noche, rumbo a mar abierto. En la travesía de llegada al caladero estuve un tiempo hablando con el marinero de más edad. Charla interesante e ilustrativa sobre el durísimo oficio de pescador. Cuando dejó de hablar, había sido prácticamente un monólogo, mientras compartía conmigo un botijo lleno de vino áspero, se puso a cantar un repertorio de lo más variado. Empezó con el Padrenuestro y, ante mi mirada de sorpresa, paso a la Internacional…

-Muchacho, me decía, -No sabes lo dura que es la vida de un pescador.

Poco después, por consejo del patrón me acosté en la camareta. Apartando unos aparejos me tumbé sobre una repisa de madera, dura como una piedra que olía terriblemente a pescado.

Al despertar y salir a cubierta estaba amaneciendo. Tanto se movía el barco que apenas había descansado, pero ellos llevaban ya tiempo lanzando el aparejo: un palangre con cientos de anzuelos en cada uno de los cuales, a mano y con gran destreza y rapidez, colocaban el cebo: una sardina, creo recordar. El cielo estaba gris y la mar agitada. Hacía frio, pero no demasiado. Estábamos en Agosto. Ellos no tenían vacaciones.

Durante varias horas, muchas me parecieron a mí, estuvimos recogiendo pescado. Ayudé en lo que pude y afortunadamente no me mareé. Cogimos seis cajas de merluza y algunas más de pescado variado. Buena pesca comentaron. No excelente pero sí bastante buena.


-¡Se ha portao!- Me dijeron. Les había ayudado y no me había mareado. Estupendo. A mi estos elogios me sentaron de maravilla.

Cuando volvíamos a puerto el patrón me dijo que si yo llevaba el barco ellos podrían limpiar el pescado y así venderlo a mejor precio, sobre todo la merluza. Yo nunca había patroneado un barco de ese porte, y menos en el Cantábrico que, aunque ellos parecían encontrarlo normal, con olas de casi dos metros, se movía muchísimo.

-¿Pero, como sé yo el rumbo? Cuestioné. -Yo se lo marco en el compás, me contestó. Pero además, dijo. -¿Ve aquella nube en el horizonte? ¡Llévanos allí! ¡Debajo de ella está San Vicente!

Y en esas me vi yo, al timón de un pesquero, en medio de un mar agitado, llevando un barco hacia una nube en el horizonte. Y mientras tanto, tres pescadores profesionales se afanaban en popa limpiando pescado.

Al poco regresó el patrón. –Vamos bien, comentó, y tras encender el fuego en un hornillo de gas situado en una esquina de la camareta, colocó una olla de hierro donde además de agua vertió una botella casi entera de aceite de oliva Carbonell. Después peló patatas, cebollas y algo más; lo troceó y colocó en la olla, tornando a popa para seguir trabajando. De vez en cuando volvía y tras contestar alguna pregunta mía sobre el rumbo, destapaba la olla y removía el contenido con una cuchara de madera.

Por mi parte, tras unos primeros momentos de tremendas dudas al timón, cuando logré que el barco dejara de hacer guiñadas y que la proa cortara las olas de manera razonable, empecé a disfrutar de llevar un barco, de patronear “ese barco”, en una mar tan agitada, donde a popa tres marineros avezados limpiaban el pescado confiados en que un inexperto les llevara a puerto. Nos seguía una enorme bandada de gaviotas que se arrojaban con estrépito sobre los restos y las entrañas de los pescados que arrojaban al mar.

Más tarde, cuando consideró que el caldo estaba a punto, troceó dos pescados de color rojo y aspecto espinoso, después supe que eran cabrachos, los colocó cuidadosamente sobre el lecho de verduras que hervían en el fondo y lo volvió a tapar.

-Ya falta poco, me dijo. -Enseguida le aviso y comemos. En algo más de una hora llegamos a puerto.

Al poco volvió a entrar, trabó el timón, cogió la olla y me dijo:

-Déjelo y venga a comer con nosotros.

Cuando salí, las cajas de pescado estaban apiladas y cubiertas por una lona. Sobre ella colocó la olla y a cada uno nos dio media barra de pan abierta y una cuchara. Observé que por turnos metían la cuchara en la olla y la sacaban llena de patatas, verduras, caldo y un trozo de pescado que colocaban sobre el pan que se iba empapando. Acto seguido con la cuchara raspabas un poco de pan junto con las patatas, la verdura y el pescado y te lo llevabas a la boca. ¡Um! ¡Riquísimo! Así, prácticamente en silencio, hasta que se terminó.

Puedo asegurar que es el guiso de pescado más sabroso que he comido en mi vida.

Llegados a puerto, a mí me parecía que habíamos hecho una travesía enorme, pregunté al patrón cuanto le debía. Para mi sorpresa me dijo que podía volver cuando quisiera y, además me regalo una de las mejores merluzas:

-¡Tenga, para que se la coma con su familia! Me dijo.

Y al despedirme de los otros marineros, el de más edad, el que cantaba y compartió el botijo de vino me comento: -Oiga, vuelva más a menudo. Cuando vamos solos pone en la olla el pescao más barato y con usted hemos comido cabracho, ¡ni más ni menos!

Para mi fue una de las experiencias más impresionantes que he tenido.

Al día siguiente se levanto un viento nordeste muy fuerte, uno de los más temidos en el Cantábrico y tuvieron que volver perdiendo más de la mitad del aparejo. Y recordando el título de un magnífico cuadro de Sorolla pensé : -!Y aún dicen que el pescado es caro! 

Joaquín Sorolla: "Y aún dicen que el pescado es caro". 1895.


Joaquín Sorolla: "Comiendo en la barca". 1898.

4 comentarios:

  1. Dulce maceración de vivencias, artífices del vino del recuerdo, que tan gratamente ilustran la tenacidad de una vocación.

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    1. La mar.
      Vivencias, sabores, recuerdos, amistad, mar.
      Sentida, navegada, vivida, mar.
      La mar.
      Dormida, apacible, agitada, revuelta, arbolada. Pintada.
      La mar, siempre la mar

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    2. Bonita experiencia. Pero si soy yo...vomito en la misma bocana del puerto. Y es una pena porque me encanta el mar.ana

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    3. La verdad es que cuando lo recuerdo sigo encontrándolo increíble. Si hubieras estado allí, te hubiera gustado y sentado de maravilla. Estaba exquisito!!!

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