Estando en San
Vicente de la Barquera de vacaciones, hace muchos años, habíamos alquilado una
casa próxima al puerto de pescadores. Ya entonces me atraía mucho el mar. Navegaba a motor en una lancha en la bahía de Alicante y pescaba. Pescar era lo
que entonces más me atraía y cada día de esas vacaciones me acercaba al puerto
para ver llegar a los barcos con la pesca del día. Después de mucho intentarlo
conseguí que un barco profesional me admitiera en su tripulación, no como
turista, circunstancia que no permitía la ley, si no como marinero por mi
cuenta y riesgo. –¡Si se marea, se aguanta! ¡Aquí no vamos de paseo! -me dijo
el patrón, que en este caso era también armador.
Y allí estaba yo,
embarcado en un pequeño pesquero, en el mar Cantábrico. Yo quería pescar… ¡de
verdad! El barco, azul y blanco, era de los más pequeños, pero según me dijeron
unos pescadores jubilados que por allí estaban, de los mejor cuidados del puerto. El de la imagen,
aunque un poco más grande, se le parece mucho.
Zarpamos después
de cenar, a las 11 de la noche, rumbo a mar abierto. En la travesía de llegada
al caladero estuve un tiempo hablando con el marinero de más edad. Charla
interesante e ilustrativa sobre el durísimo oficio de pescador. Cuando dejó de
hablar, había sido prácticamente un monólogo, mientras compartía conmigo un
botijo lleno de vino áspero, se puso a cantar un repertorio de lo más variado.
Empezó con el Padrenuestro y, ante mi mirada de sorpresa, paso a la
Internacional…
-Muchacho, me
decía, -No sabes lo dura que es la vida de un pescador.
Poco después,
por consejo del patrón me acosté en la camareta. Apartando unos aparejos me
tumbé sobre una repisa de madera, dura como una piedra que olía terriblemente a
pescado.
Al despertar y
salir a cubierta estaba amaneciendo. Tanto se movía el barco que apenas había
descansado, pero ellos llevaban ya tiempo lanzando el aparejo: un palangre con
cientos de anzuelos en cada uno de los cuales, a mano y con gran destreza y
rapidez, colocaban el cebo: una sardina, creo recordar. El cielo estaba gris y
la mar agitada. Hacía frio, pero no demasiado. Estábamos en Agosto. Ellos no
tenían vacaciones.
Durante varias
horas, muchas me parecieron a mí, estuvimos recogiendo pescado. Ayudé en lo que
pude y afortunadamente no me mareé. Cogimos seis cajas de merluza y algunas más
de pescado variado. Buena pesca comentaron. No excelente pero sí bastante
buena.
-¡Se ha portao!-
Me dijeron. Les había ayudado y no me había mareado. Estupendo. A mi estos
elogios me sentaron de maravilla.
Cuando volvíamos
a puerto el patrón me dijo que si yo llevaba el barco ellos podrían limpiar el
pescado y así venderlo a mejor precio, sobre todo la merluza. Yo nunca había
patroneado un barco de ese porte, y menos en el Cantábrico que, aunque ellos
parecían encontrarlo normal, con olas de casi dos metros, se movía muchísimo.
-¿Pero, como sé
yo el rumbo? Cuestioné. -Yo se lo marco en el compás, me contestó. Pero además,
dijo. -¿Ve aquella nube en el horizonte? ¡Llévanos allí! ¡Debajo de ella está
San Vicente!
Y en esas me vi
yo, al timón de un pesquero, en medio de un mar agitado, llevando un barco
hacia una nube en el horizonte. Y mientras tanto, tres pescadores profesionales se
afanaban en popa limpiando pescado.
Al poco regresó
el patrón. –Vamos bien, comentó, y tras encender el fuego en un hornillo de gas
situado en una esquina de la camareta, colocó una olla de hierro donde además
de agua vertió una botella casi entera de aceite de oliva Carbonell. Después
peló patatas, cebollas y algo más; lo troceó y colocó en la olla, tornando a
popa para seguir trabajando. De vez en cuando volvía y tras contestar alguna
pregunta mía sobre el rumbo, destapaba la olla y removía el contenido con una
cuchara de madera.
Por mi parte, tras unos primeros momentos de tremendas dudas al timón, cuando logré que el barco dejara de hacer guiñadas y que la proa cortara las olas de manera razonable, empecé a disfrutar de llevar un barco, de patronear “ese barco”, en una mar tan agitada, donde a popa tres marineros avezados limpiaban el pescado confiados en que un inexperto les llevara a puerto. Nos seguía una enorme bandada de gaviotas que se arrojaban con estrépito sobre los restos y las entrañas de los pescados que arrojaban al mar.
Más tarde, cuando consideró que el caldo estaba a punto, troceó dos pescados de color rojo y aspecto espinoso, después supe que eran cabrachos, los colocó cuidadosamente sobre el lecho de verduras que hervían en el fondo y lo volvió a tapar.
-Ya falta poco, me dijo. -Enseguida le aviso y comemos. En algo más de una hora llegamos a puerto.
Al poco volvió a entrar, trabó el timón, cogió la olla y me dijo:
-Déjelo y venga
a comer con nosotros.
Cuando
salí, las cajas de pescado estaban apiladas y cubiertas por una lona. Sobre ella
colocó la olla y a cada uno nos dio media barra de pan abierta y una cuchara.
Observé que por turnos metían la cuchara en la olla y la sacaban llena de patatas,
verduras, caldo y un trozo de pescado que colocaban sobre el pan que se iba
empapando. Acto seguido con la cuchara raspabas un poco de pan junto con las
patatas, la verdura y el pescado y te lo llevabas a la boca. ¡Um! ¡Riquísimo!
Así, prácticamente en silencio, hasta que se terminó.
Puedo
asegurar que es el guiso de pescado más sabroso que he comido en mi vida.
Llegados
a puerto, a mí me parecía que habíamos hecho una travesía enorme, pregunté al
patrón cuanto le debía. Para mi sorpresa me dijo que podía volver cuando
quisiera y, además me regalo una de las mejores merluzas:
-¡Tenga,
para que se la coma con su familia! Me dijo.
Y al
despedirme de los otros marineros, el de más edad, el que cantaba y compartió
el botijo de vino me comento: -Oiga, vuelva más a menudo. Cuando vamos solos
pone en la olla el pescao más barato
y con usted hemos comido cabracho, ¡ni
más ni menos!
Para mi
fue una de las experiencias más impresionantes que he tenido.
Al día siguiente se levanto un viento nordeste muy fuerte, uno de los más temidos en el Cantábrico y tuvieron que volver perdiendo más de la mitad del aparejo. Y recordando el título de un magnífico cuadro de Sorolla pensé : -!Y aún dicen que el pescado es caro!
Al día siguiente se levanto un viento nordeste muy fuerte, uno de los más temidos en el Cantábrico y tuvieron que volver perdiendo más de la mitad del aparejo. Y recordando el título de un magnífico cuadro de Sorolla pensé : -!Y aún dicen que el pescado es caro!
Joaquín Sorolla: "Comiendo en la barca". 1898.
Dulce maceración de vivencias, artífices del vino del recuerdo, que tan gratamente ilustran la tenacidad de una vocación.
ResponderEliminarLa mar.
EliminarVivencias, sabores, recuerdos, amistad, mar.
Sentida, navegada, vivida, mar.
La mar.
Dormida, apacible, agitada, revuelta, arbolada. Pintada.
La mar, siempre la mar
Bonita experiencia. Pero si soy yo...vomito en la misma bocana del puerto. Y es una pena porque me encanta el mar.ana
EliminarLa verdad es que cuando lo recuerdo sigo encontrándolo increíble. Si hubieras estado allí, te hubiera gustado y sentado de maravilla. Estaba exquisito!!!
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